El narco en Estados Unidos


Durante medio siglo, desde que Estados Unidos se aventuró a sembrar droga en Sinaloa para curar a los soldados medio muertos de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos se creyeron la idea de que los narcotraficantes estaban fuera de su país.

Los enemigos estaban en México, Colombia, Afganistán.

Se trata de una reacción común y legendaria entre las tribus, los pueblos y las naciones: los grupos amenazados tienen la certeza de que el mal siempre viene de fuera. Por eso hay que levantar murallas, blindar a las familias, cercar las propiedades contra el agresor.

Pero el país más poderoso del mundo no resiste la prueba del ácido. Estados Unidos es el mayor consumidor de droga del mundo, y también el más permisivo en el asunto. Según datos oficiales, existen cadenas de intermediarios que, como si vendieran fruta en la Central de Abasto, van encareciendo el precio de la droga y asegurando su tajada del negocio. Por eso el kilo de cocaína se vende en la frontera mexicana a 12 mil dólares, y al ingresar a Estados Unidos ya cuesta 20 mil. En Nueva York, una de las grandes plazas, ya cuesta 30 mil. Mientras más al norte llega, más cara. En Alaska la importación de cocaína desde los estados del sur genera fortunas.

Los eslabones más pequeños de la cadena, obviamente, son los niños y adolescentes. Se calcula que un millón de niños venden drogas en sus escuelas.

Pero… a ver, un momento. En México los diarios informan cotidianamente de los decomisos de droga hallada por el ejército, la marina, la policía federal y, en ocasiones excepcionales, por las policías estatales y municipales. ¿Y allá? ¿Alguien recuerda algún decomiso de droga en una carretera, en un almacén, en una escuela? Ah, no, en Estados Unidos existe libertad de tránsito para todo el mundo, y también para la mariguana, cocaína y etcétera.

Y en ese etcétera están también los fabricantes, que nadie piense que allá no hay. Un reporte de la Base Nacional de Datos dice que los laboratorios clandestinos de metanfetaminas han vivido una edad de oro en la última década, ya que en los estados del medio oeste —Illinois, Michigan, Missouri y Ohio— crecieron notablemente (en Missouri se registraron más de 2,700).

En este panorama de libre empresa, donde los particulares actúan sin mayores obstáculos, el Estado ha operado —en ciertas ocasiones—, como un Estado interventor. Pocos lo recuerdan, pero el gobierno de Ronald Reagan tuvo la supuesta buena idea de financiar a la Contra de Nicaragua en la remota fase de la revolución sandinista con dinero del narcotráfico. El Senador John Kerry denunció el asunto en un capítulo de oprobiosa memoria, llamado “Irán-Contra”, porque los fondos salieron, además, de la venta de armas en ese país.

Y ahora empiezan a salir a la luz pública las noticias de que las autoridades locales también están involucradas en el narcotráfico.

La semana pasada el diario ++ sacó la nota de que Eddie Espinoza, alcalde de un pueblito llamado Columbus en Nuevo México, era la correa de transmisión para vender AK-7 a los narcos mexicanos. Su socio en el negocio era Angelo Vega, el jefe de la policía del condado. Sus actividades eran muy sencillas: iban los fines de semana al pueblito de Chaparral a las armerías, se surtían con las célebres y mortíferas AK-47, y las transportaban en vehículos particulares hasta los lugares de encuentro con sus clientes, los cárteles del Pacífico.

Ese fue uno de los resultados de la operación Rápido y Furioso, por la cual el Buró de Alcohol, Tabaco, Armas y Explosivos del gobierno estadounidense permitió la introducción de armas a México para seguirles la pista y encontrar a los delincuentes.

Bueno, pues la operación fue muy eficaz, pero políticamente resultó todo un fracaso: por un lado, culminó con el estallido de furia de los mexicanos, y por el otro, con el triste hallazgo de que los delincuentes buscados son las autoridades municipales de su propio país.

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