Los morros del narco


“El Señor es mi pastor”, repite el jefe a quien Mario (como llamaremos a este joven), cuyo vello púbico apenas termina de asomarse, califica como “un vato a toda madre”. Y Mario hace lo mismo, pronuncia estas cinco palabras al tiempo que dispara su AK-47. También lo hace mientras descuartiza a tres hombres.

Mario fue descubierto por la catedrática tapatía Rossana Reguillo, doctora en ciencias sociales con especialidad en antropología social, una vehemente y apasionada estudiosa del fenómeno del narco, la violencia y el tratamiento que le dan los medios informativos nacionales. Como él, con ese y otros seudónimos, hay jóvenes de 16 años que están involucrados en el fenómeno del narcotráfico y sus primitivas y apabullantes formas de violencia.

Este joven tiene en ese tierno, revuelto y añejado cuerpo –por las vivencias más que por el tiempo– un corazón con 18 muescas: cicatrices de las que habla y presume, no sin dificultad ni diálogos crípticos, por sus 18 muertos, algunos de ellos a balazos, otros con toda clase de mutilaciones. Por eso forma parte de los soldados de La Familia. Los mini soldados, todos ellos niños y jóvenes menores que saben de violencia, adoctrinados para recitar de memoria pasajes bíblicos que les permitan, además de los jales o ajustes de cuentas, quedar bien con el jefe y ganarse su confianza. Son un ejército chico. Un ejercitito compuesto por seres humanos madurados y podridos a punta de chingazos, entrenados para matar y obedecer sin preguntar, a los que vale más “no caerles mal, porque no la cuentas”. Saben de armas, tienen disciplina y reflejan, como Reguillo lo ha señalado en su trabajo, una “trilogía difícil de entender: narco, poder y religión”.

Son niños curtidos, adiestrados y usados para cobrar cuotas, llevar mensajes, avisar de la llegada del Ejército o de los “pinchis afis”. A los más bravos se les da una paga por “bajarse a cabrones pasados de lanza” y a otros, los más avezados, para llevar el producto de un sitio a otro. Ellos no se drogan ni consumen alcohol, sólo están ahí, como un utensilio de cocina, un objeto, un gatillo o un detonador: listos para incendiar, para matar.

Es la zona conocida como Tierra Caliente, Michoacán. Tierra, reinado, plaza y diócesis de La Familia, organización criminal dedicada al narcotráfico y a la comisión de otros delitos. La también llamada La Familia Michoacana evangeliza a sus integrantes, tiene su propia Biblia o normas espirituales, y justifica muchos de sus delitos como “justicia divina”, tal y como lo expresa en los mensajes que deja en los cadáveres de sus víctimas.

Algunos de sus fundadores y actuales líderes, como José de Jesús Méndez Vargas, Nazario Moreno González (muerto a finales de 2010) y Servando Gómez Martínez, apodado La Tuta, formaban parte del cártel del Golfo y de Los Zetas, pero se separaron en 2006. En gran medida, su doctrina tiene base en la unidad familiar, en Dios, en evitar las drogas y el alcoholismo. Han insistido en señalar que ellos no matan inocentes y que no tienen problemas con el Ejército mexicano, institución a la que respetan, no así a dos de los principales jefes de la lucha antinarco emprendida por el gobierno federal de Felipe Calderón: Genaro García Luna, Secretario de Seguridad Pública (SSP), y Arturo Chávez, titular de la Procuraduría General de la República (PGR).

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La Familia tiene su origen en Michoacán, pero ha extendido su influencia a zonas del Distrito Federal, estado de México, Guanajuato y Guerrero. Versiones extraoficiales señalan que opera con el cártel de Tijuana, de los Arellano Félix, para el traslado de droga en la región. Aunque información más reciente, atribuida a la PGR y a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), indica que desde 2009 La Familia trabaja conjuntamente con los cárteles de Sinaloa y el Golfo.

Para Eduardo Buscaglia, catedrático y asesor de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), los verdaderos líderes de esta organización criminal están encumbrados en los ámbitos empresarial y político del país. En junio de 2009, el especialista afirmó que la infiltración de las organizaciones del narcotráfico “a través de sobornos o amenazas, en los gobiernos municipales, ha alcanzado niveles históricos”, pues, según un estudio que él encabezó, 72 por ciento de los municipios mexicanos han sido infiltrados por los cárteles de las drogas. “Por ello, los procesos electorales en todo el país estarán marcados por dinero sucio y no sólo de las drogas. El crimen organizado es un asunto de dinero, de economía, no se trata sólo de ir detrás del enemigo cuando te invade”, manifestó Buscaglia.

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Mario nació en el municipio de Turicato, en la zona conocida como Tierra Caliente, estado de Michoacán, el 15 de febrero de 1994. Forma parte de una familia compuesta, hasta hace un par de años, por siete integrantes. El mayor, el que se llevaba bien con su apá, como llama a su padre, fue levantado por desconocidos, al parecer integrantes del Ejército mexicano, aunque no se descarta que hayan sido los mismos Zetas, y no fue localizado.

Entonces todo se vino abajo: una de sus hermanas se juntó con un “puto” narco pesadillo, de esos que llegaron de Morelia, la capital del estado; otra se fue a Estados Unidos y no han sabido más de ella, y el resto, con todo y padres, emigró a Morelia, “porque acá ya no se puede vivir, es un chingado desmadre. Se puso bien caliente la cosa... Muertos un día y otro también”.

“Pos nada, que llegaron los putos Zetas y por el otro lado la gente del cabrón de El Chapo, y no teníamos armamento del bueno, ni en cantidades; había que andar muy listos todos y pos… fue el tiempo en que yo me inicié.”

Luego de la desaparición del hijo mayor, su padre se hizo “como más chiquito y envejeció”. Mario ya no lo ve. Él es el cuarto de los hijos y siente cierto desagrado por no llevar el nombre de su padre (pues lo mereció el primero, por mayor, el desaparecido). Habla de su vida reciente como si se refiriera a un pasado viejo, ancestral; como si todo lo malo hubiera pasado en la antigüedad, y los idos, sus hermanos y hermanas, sus padres, ya no vistos por él, de quienes no ha tenido noticias y apenas sabe que están en la capital de Michoacán, estuvieran muertos. Lo único tibio que mantiene a la mano, vigente, que le recuerda que es casi un niño, un hijo de familia, es esa medalla de la Virgen de Guadalupe que guarda en uno de los bolsillos del pantalón. Esa medalla, esa imagen, lo lleva al mismo tiempo, mágicamente, con su madre. Y aparecen nubes oscuras en esa mirada de niño, en esos ojos que se agrandan y empequeñecen, gritones y desconfiados a la hora de hablar de sus odiseas, su contribución, su buen comportamiento ante los jefes, sus pasajes bíblicos que estaba a punto de recitar cuando se vino aquel primer trabajo.

Su jefe, dice Mario, es un “vato a toda madre”, de cerca de 25 años, que recita la Biblia de memoria, y de quien aprendió más de religión que con el señor cura. Ese jefe de Mario gozaba de todas las confianzas del patrón, del capo mayor, el mandamás. Él le encargaba los trabajos especiales que requerían de cierto nivel de seguridad y garantía al cien por ciento.

“Un día me tocó acompañar al jefe en un jale muy cabrón. Había que darle piso al puto de una tiendita que andaba de hocicón, muy amistado con la gente mala, poniendo dedo a la gente de nosotros. Y eso, pos sí no. Él me dijo ‘ándale, agarra el machete y los cartuchos y súbete a la camioneta’.”

En una ocasión, recordó Mario, le tocó escuchar una conversación entre el patrón máximo y su jefe. Aquel le decía que si “todo estaba jodido” era porque la gente había dejado de leer la Biblia y de creer en Dios. Que eran hombres lo que necesitaba la lucha que habían emprendido y que el éxito llegaría pronto: tomarían bajo su control la zona serrana de Michoacán, pero también la costa y otras regiones, “y se van a chingar todos y todos van a saberse la Biblia”.

Mario, que había escuchado aquella conversación, quiso terciar pero se arrepintió. Había puesto mucha atención en un pasaje de las Sagradas Escrituras y orgulloso quería mostrarles a los jefes que él había aprendido.

“Yo estaba bien emocionado y quería recitarles los versos de la Biblia que me había aprendido de memoria, pero pus ni cómo, yo apenas era un pendejo; pero eso sí, con ganas de progresar y de darle a mi tierra lo que mi tierra merecía, sacar a todos los hijos de la chingada que no creían, y…”

Ese día, Mario se quebró a sus primeros tres. Lo dice desde un rincón ensombrecido de su mente, con esa mirada tierna y retorcida, sentado en cuclillas, agavillado, ya con dosis de inocente perversidad. “Me chingué al puto de la tienda, a su hermano y a un compita que andaba con ellos y a veces con nosotros. La verdad no sentí nada, les metí el chivo como si ya supiera y mi jefe nomás se reía. Me dijo ‘bien bravo salistes, mi Mario’. Él se persignó y dijo, en tono de oración, ‘El señor es mi pastor’. Y la verdad yo estaba contento de que mi jefe estuviera contento. Pero lo malo vino después”.

En eso, saca la medalla de la virgen, la coloca en la izquierda y la soba con la derecha. Un silencio eterno de medio minuto. La medalla arropada por esas manos todavía tiernas, cuarteadas por los gatillos y machetes, que no han florecido ni a golpes de pegar los ojos y memorizar esos pasajes plasmados en las Sagradas Escrituras.

Y continuó: “Al cabrón de mi jefe se le ocurrió llevarle un regalo al patrón: sacó un cuchillo ‘endemoniado’, del tamaño de su muslo, y zas, zas, zas, les cortó la cabeza a los tres”. Eso le recordó a Mario cuando su padrino decapitaba a las gallinas allá, en el rancho.

“Se me entumecieron las piernas y se escondió la risa. Pero todos los de la camioneta estaban muy contentos y pos ya que… yo también dije: ‘El señor es mi pastor’ mientras metía una de las cabezas a una bolsa bien negra… que era pa’ que no los divisáramos nosotros… eso pienso ahora, porque nosotros, de verdá, no somos como la gente mala, aquí nomás se ajusticia a quien se la ganó.”

Como su corta vida, macabra, de jugo sanguinolento y piezas de piel, huesos y músculos, fueron desmembrando esos tres, luego fueron cinco, seis, siete, hasta sumar sus 18 muescas marcadas en sus órganos internos, los de su memoria y su cementerio íntimo, con guadañas del tamaño de la pierna de su jefe, ese, el cabrón, el “a toda madre”.

Mario voltea a ver a su interlocutor. No parece buscar perdón. No, porque no hay arrepentimiento. Tal vez no dimensiona.

Ya no. Tal vez busca que lo entiendan. Busca a su madre en los ojos del otro, en la medalla de la Virgen de Guadalupe y se sabe muerto. En poco tiempo, lo sabe, no mirará más ni sobará sus recuerdos, ya teñidos.

Mario está fumando. Le entra. Un toque, dos, tres. Con estilo, como si fuera un pasón que llegue hasta los pulmones, contamine el corazón, salpique el cerebro, despierte el recuerdo, el mejor, que guarda de su madre, a quien rescata de ese pasado antiguo.

–¿Cómo imaginas tu muerte?

Suelta el humo, estilo de vago que contrasta con su cuerpo en crecimiento. Media sonrisa, media muerte, asoman.

“Si voy a caer muerto, mejor con una bala expansiva que me reviente el cerebro pa’ ya no acordarme de nada. O que me hagan pedacitos, pa’ evitarle la pena a mi amá, el dolor de velarme. Y es que en este jale ya no alcanza con morirse.” (28 de octubre de 2010.)

Cada día es mayor el número de menores de edad que participan activamente en las actividades del narcotráfico en México. Niños y jóvenes de 13, 14, 15 años y hasta los 21 o 23 años actúan alucinados y con feroz valentía en levantones, asesinatos, decapitaciones, transporte de droga y secuestros. Historias reales de esos acontecimientos son recogidos en este libro.

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