Esclavos de los cárteles


En la Montaña Alta de Guerrero viven algunos de los indígenas más pobres del país, cuya única opción de sobrevivencia es sembrar amapola y producir goma de opio.




Un par de platos desechables cuelgan de los delgados mecates a manera de platillos de una balanza que usa corcholatas como pesas. El rústico instrumento permite a Luz, indígena tlapaneca de 42 años, pesar lo obtenido tras el raspado de cada cápsula de las amapolas que cultivó durante tres meses. Al producto de esta actividad clandestina le llaman “maíz bola” en los pueblos recónditos de la Montaña Alta de Guerrero. En realidad, se trata de la goma de opio que acabará en las calles en forma de heroína.

“Cada corcholata pesa dos gramos”, detalla Luz. Mientras charla, cinco corcholatas logran el equilibrio en la rústica balanza, pues obtuvo 10 gramos de goma. Esta indígena, madre de cuatro mujeres y habitante de una de las comunidades más pobres del país, recibe del intermediario entre 15 y 18 pesos por gramo, nunca más. Ignora que en el mercado menudista de la droga en el Distrito Federal medio gramo de heroína cuesta entre 350 y 700 pesos, dependiendo su pureza.

Familias indígenas que habitan la Montaña de Guerrero sobreviven, en parte, de la siembra de amapola y la venta del “maíz bola”. Aquí no relucen esos camionetones ni los hombres con botas o pesadas esclavas de oro, parte de la parafernalia que la cultura popular considera símbolos de la opulencia del narcotráfico. Lo que se ve son niños descalzos llevando bultos de leña a cuestas, mujeres cabizbajas y hombres de huaraches que miran recelosos a los fuereños.

—¿Por qué siembra amapola?

—No hay trabajo… Cuando no hay dinero, las niñas se van a ofrecer guajolotes, gallinas. A veces vendo maíz, frijol. De esto (la amapola) saco poquito, para el pasaje, para ir a Tlapa, para comer.



Las paradojas de la Montaña

El antropólogo Abel Barrera, quien conoce como pocos la zona y desde hace 14 años dirige el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, dice que “aquí, para sobrevivir, la gente tiene que migrar o sembrar amapola, no hay más”.

La Montaña Alta se distingue en el mapa porque 10 de sus 19 municipios tienen un alto grado de marginación. A su vez, Guerrero destaca porque, según la Procuraduría General de la República (PGR), ocupa el primer lugar nacional en la siembra de amapola. “Es un territorio de paradojas”, señala Abel Barrera.

La década de los 70, expone, fue un momento de cambio. Además de sufrir una fuerte militarización bajo el argumento de combatir a la guerrilla, en la región se desplomó la productividad agrícola y proliferó la siembra de mariguana y amapola, al tiempo que la migración tomó fuerza.

Sobre cómo llegó la amapola, el antropólogo cree que “los jornaleros que migraron a estados como Sinaloa, donde son utilizados como mano de obra barata, tuvieron contacto con la siembra de enervantes”.

Sin embargo, “al final, ellos no han tenido ningún beneficio”, son “los nuevos esclavos del narcotráfico”. Sembrar droga no les ha significado mejorar su nivel de vida, “al contrario, están en mayor riesgo, con más conflictos y criminalizados... Aquí la migración no ha resuelto la pobreza, tampoco lo ha hecho la siembra de enervantes... Sucede lo que siempre con los campesinos: ponen todo su trabajo y lo único que sacan es para comer tortilla con sal”.



Silencios y olvidos

En México, alrededor de 50 mil indígenas de 60 comunidades intervienen en la siembra de drogas, dijo Xavier Abreu Sierra, titular de la Unidad de Coordinación y Enlace de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, durante una conferencia de prensa en Querétaro, el 11 de marzo anterior. La Unidad de Investigación de EL UNIVERSAL le solicitó una entrevista para conocer el fundamento de sus datos. Roberto Pinelo, su secretario particular, respondió que “el narcotráfico no es un tema que competa a la comisión. Y no se hablará del tema”.

Pero en Querétaro, Abreu Sierra sí lo hizo. Según información periodística, aseguró que la mayoría de los indígenas que “voluntariamente” se incorporan a estas actividades habita comunidades de Guerrero y Michoacán. Hay cifras que conviene tener presentes. De acuerdo con el Centro de Estudios e Investigación en Desarrollo y Asistencia Social, en Guerrero 70% de la población indígena carece de ingresos suficientes para comprar la canasta básica de alimentos, cubrir gastos de salud, vivienda o vestido, es decir, viven en “pobreza de patrimonio”, como lo denominan los expertos. En Michoacán es 54.5% de dicha población.

En Los Pueblos indígenas de México, editado por la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas en 2008, el investigador Federico Navarrete Linares escribe que regiones como la sierra Tarahumara, en Chihuahua, y la Montaña de Guerrero “han sido invadidas por el narcotráfico que recluta, en muchos casos, por la fuerza a los indígenas o los orilla a refugiarse en zonas cada vez más agrestes y aisladas para escapara a la violencia”.

Y retrata esta realidad: 45 de cada 100 indígenas ocupados en el sector primario no reciben salario, manteniéndose de lo que producen o intercambian, mientras que 34 de cada 100 perciben menos de un salario mínimo.

Luz comenzó a sembrar amapola hace tres años. “Siembro poquito… quiero hacer una casita de material, pero no alcanza el dinero. Por aquí casi todos siembran… la gente pobre eso hace. ¿Qué va a hacer uno si no hay dinero?”. Su primera semilla la consiguió en un trueque, algo común en la Montaña. “Unos señores me compraron cerveza; me pagaron con semilla”.

Para aprender a sembrarla se contrató como peón. “Me fijaba cómo sembrar, cómo tirar la semilla, cómo deshojar. Tienes que ir con cuidado, porque ahí te resbalas, es la barranca. Ahí iban mujeres, hombres, muchachos de 12 años. Cuando vas de peón, pagan 50 pesos por día”.



Vienen los guachos

Llegar a la casa de Luz no es sencillo. De Tlapa de Comonfort (Guerrero), la ciudad más cercana, se sigue una de las carreteras maltrechas que conduce hacia los rincones de la Montaña Alta. Entre los cerros pelones se miran caseríos y una que otra cosecha de maíz. Hay temporadas, sobre todo entre febrero y marzo, en las que el panorama aparece salpicado de manchones rojizos. Son los cultivos de amapola.

Los guachos —como llaman los indígenas a los soldados— dejaron esta zona de la Montaña hace tres días. “Estuvieron como un mes... Cuando vinieron, que me escapo; me fui con mi primo, allá en otro pueblo... Cortaron todo. Ésta que tengo es la que salió primero”, recuerda Luz.

A unos pasos de su casa, está la barranca donde siembra amapola, sobre una superficie irregular de unos 15 metros cuadrados.

Abel Barrera, de la organización Tlachinollan, señala que la siembra de droga en las comunidades indígenas ha sido un pretexto para militarizar estas regiones, consideradas focos rojos por la existencia de guerrilla. “¿Cómo es que el Ejército tiene una fuerte presencia en la zona e informa que destruye sembradíos, pero continua la siembra y la pobreza?”.

—¿No le da miedo que vengan los guachos y se la lleven? —Luz sonríe.

—Sí, pues. A un muchacho se lo llevaron. Se fue tres años al bote. Ahora ya regresó y no siembra. Se espantó. A lo mejor sí siembra, pero poquito... Dicen que los guachos paran a la gente, le dicen, ‘¿Pa’ qué siembras?‘ Cuando la gente sabe hablar español, responde, ‘Pues pa’ comer... si no estoy robando, estoy trabajando‘. A mí nunca me han cachado.



Aún más aislados

En las cárceles del país hay 598 indígenas condenados por delitos contra la salud, cumpliendo penas que van de 10 a 25 años. La mayoría (209) fueron procesados por transportar droga, sobre todo mariguana; 31 por sembrar mariguana, y dos amapola. Estos últimos son de Chiapas, entidad que ocupa el primer lugar en número de indígenas presos (218), seguido de Oaxaca, Chihuahua, Guerrero, Sonora, Nayarit y Durango, según información de la Unidad Especializada para la Atención de Asuntos Indígenas de la Procuraduría General de la República.

En enero pasado, después de que la Armada de México anunció la detención de nahuas originarios de Aquila (Michoacán) acusados de transportar cocaína, Miguel Catalán Velásquez, de las Organizaciones para el Desarrollo Forestal Sustentable, dijo que “en la sierra no hay ningún trabajo, es por ello que pedimos impulsar proyectos productivos, sobre todo en la parte alta, donde no llegan funcionarios ni servicios”.

Humberto Baltazar lleva más de cinco años recorriendo zonas indígenas del país. Asesorar proyectos productivos en comunidades rurales le ha permitido saber que en regiones indígenas de Sinaloa, Oaxaca y la costa de Michoacán siembran mariguana, en tanto que la sierra Cora, en Nayarit, produce además amapola.

Dice que “estas comunidades quedan aún más aisladas por el narcotráfico”.

Sucede que cuando una comunidad o región indígenas (que ya de por sí se hallan en zonas de difícil acceso) son identificadas por sembrar droga, “las mismas instituciones de gobierno comienzan a dejarlas más aisladas; ya no entran a dar servicios básicos. Los maestros, los doctores, no quieren ir a esos lugares. No hay políticas públicas en esas regiones”. Dejan de llegar también los fideicomisos para apoyar el desarrollo agrícola, completa.



Las manos negras

Luz extiende un paliacate sobre el piso de tierra de su vivienda de adobe con techos de lámina, y deposita la semilla de amapola que ya limpió. “Cuando necesito dinero vendo la semilla a la gente de aquí, a los que siembran”. Una jarra de un litro, llena de semilla, se vende en 200 pesos. También comercia con ollas en el mercado de la ciudad, siembra un poco de maíz (para autoconsumo) y cría pollos. Hace cuatro años se separó de su esposo, algo que muy pocas indígenas consiguen.

Pide a su hija María, de 13 años, que saque el “chapulín”. La niña le entrega un trozo de madera con una punta filosa: es el “rayador” con el que cortan la cápsula de la amapola y extraer la savia.

“A veces le ayudamos a rayar”, platica la adolescente, quien cursa el primer año de secundaria. En la Montaña Alta es común que mujeres, hombres y niños participen en la cosecha del “maíz bola”. El aspecto de sus manos los delatan: la goma ennegrece los dedos.

Xóchitl Gálvez Ruiz dice que recorrió la Montaña de Guerrero siendo titular de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y que ellos ocupan el eslabón “mal pagado y más expuesto” en la cadena del narcotráfico. “Los indígenas son víctimas del narcotráfico. El Estado mexicano ha fallado. Han sido décadas y décadas de abandono al campo. Ahora ese abandono se está pagando caro”.

—¿Quiénes le compran la goma? –se le pregunta a Luz.

—Unos señores que vienen de otros pueblos. Ellos vienen buscando si hay goma. Cada tres meses vienen y preguntan, ‘¿Tiene guaji’a?

—¿Guaji’a?

—Así le decimos aquí —entre los tlapanecos— a la goma. Así no se enteran los guachos… Cuando vienen a comprarla, los hombres preguntan casa por casa, pero sin hacer mucho ruido.

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